Todo lo virtual es real y todo lo real es virtual.

Nueva definición de vulnerabilidad: una diminuta partícula proveniente de una micro gota de saliva nos puede matar.

Estamos todos infectados, está todo infectado de coronavirus, nuestros cerebros, nuestros ojos, nuestro lenguaje y nuestras lenguas, nuestras pantallas, nuestras economías, todas las culturas atravesadas por el coronavirus, todo nuestro sistema simbólico está infectado, el sistema educativo tampoco quedó inmune, fue reactivo.

El aislamiento social. La separación. El “otro” venía dibujándose como una amenaza: el pobre, el extranjero, el terrorista, el negro, los inmigrantes, “otros” de los que teníamos que ponernos a salvo, ahora todos son ese “otro”, una amenaza portadora de enfermedad, de muerte. El coronavirus nos condena a la más estricta soledad, a no compartir, a relacionarnos sólo a través de la pantalla, sin atravesarla. Somos separados los unos de los otros, la separación es la nueva forma de amor al prójimo, separándonos, amamos al otro como a nosotros mismos.

Nos encontramos en medio de una situación límite, estas inevitables situaciones que debemos atravesar y que ponen patas arriba nuestras vidas, nuestras certezas, nuestros valores, nos llevan a reflexionar sobre nosotros mismos, sobre el valor de la vida, sobre nuestros afectos y deseos, sin embargo esa reflexión se halla obstaculizada por el “imperativo de la productividad”, debemos seguir trabajando, el mundo no puede detenerse, “los motores de la economía no deben apagarse” señala la ministra de economía, los docentes debemos seguir enseñando. La exigencia de continuar a como dé lugar no toma en cuenta los entramados complejos de las situaciones reales de los alumnos ni de los docentes.

El ruido, la profusión de mensajes contradictorios, entreverados, los desacuerdos, el no saber, no dan tregua, debemos seguir. Por un lado llueven ofertas a cerca de cómo llenar el tiempo libre, un tiempo libre inexistente, este tiempo justamente no es libre, estamos encerrados, confinados, no por elección.  No son vacaciones, nos dicen, por supuesto que no, debemos trabajar, los niños deben hacer los deberes, los adolescentes deben estudiar, todos debemos justificar la paga que recibimos a fin de mes, demostrar que somos rentables, conservar nuestro puesto de trabajo, aferrarnos a él, porque si no nos mata la pandemia, nos mata el hambre, vieja pandemia de la que poco se habla, ya estamos acostumbrados a ella, afecta a “otros”, la suponemos menos peligrosa.

¿Cómo educar en un contexto semejante? ¿Cómo se tramitan enseñanzas y aprendizajes a través de las pantallas? Virtualidad, nueva respuesta.

¿Es posible educar prescindiendo del cuerpo? Probablemente sí, probablemente nos encontremos con oportunidades educativas nada despreciables, podamos inventar nuevas formas de educar, podamos lograr aprendizajes valiosos, cambios en nuestras “viejas y anquilosadas” formas de enseñar.

Sin embargo educar requiere del encuentro, cuando entramos a una clase, la forma en que entramos, el saludo, la mirada, la atención, el movimiento en el aula son parte del gesto educativo, obviamente los conocimientos que circulan en las aulas son relevantes, pero no son lo único importante y quizás no sean, quién sabe, lo más importante. El proceso educativo no va en una sola dirección, los docentes enseñamos y aprendemos al mismo tiempo y lo mismo sucede con los estudiantes, ellos aprenden, pero también nos enseñan, nos enseñan en sentidos muy amplios y diversos, los docentes aprendemos sobre distintos modos de comprensión, sobre distintas estrategias de aprendizaje, aprendemos la diferencia y nos sumergimos en ella para lograr desarrollar saberes en medio del diálogo. Es el cuerpo, atravesado por los textos, por las miradas, por la interpelación constante, el que educa y aprende, son los cuerpos de todos los involucrados los que enseñan y los que aprenden, el acto educativo  es un cuerpo a cuerpo. La “presencialidad” histórica de nuestro sistema educativo nos hace creer cosas como estas, habrá que ver si surgen nuevas creencias luego de esta experiencia “rara” en la que estamos inmersos.

Para educar de manera presencial se requiere de un espacio especialmente diseñado, el movernos hacia ese espacio nos predispone al aprendizaje, y sabemos que ese es un espacio de encuentro  con maestros, profesores, con pares. Ese espacio hoy se desrealiza, y el espacio del hogar, de nuestra intimidad, debe suplantarlo, me pregunto si puede hacerlo. El espacio virtual, el ciberespacio es el nuevo “no lugar” de la educación formal.

Por momentos tengo la sensación de que los docentes hacemos que enseñamos y los estudiantes hacen que aprenden, y todos nos quedamos contentos, con la satisfacción del deber cumplido. Esto también podría suceder en nuestros cursos tradicionales, pero tal vez se vea potenciado por la nueva modalidad de la educación a distancia.

Por otra parte el tiempo. El tiempo invadido y arrasado por una virtualidad acosadora, que se apropia de todo y destruye la oportunidad. En el medio de la angustia y de la incertidumbre, la exigencia del trabajo docente arremete contra toda posibilidad de pensar el momento y pensarnos a nosotros mismos. Sin duda este es un tiempo de aprendizajes y tal vez necesitábamos tiempo para encontrar la forma de que los procesos de enseñanza y de aprendizaje encajen en el nuevo puzle que comienza a armarse.

¿Cómo educar desde el encierro? ¿Cómo adecuar nuestras asignaturas para enseñarlas en este contexto de confinamiento?

Las ansiedades institucionales, familiares y las ansiedades de los propios docentes que no quisieron perder ni un segundo generaron la vorágine en la que todos vinimos a caer. Obviamente resulta tranquilizador en un concierto tan inestable, seguir educando y en contacto con nuestros alumnos, su presencia es la nuestra, sin ellos estamos perdidos.

Esta reacción me resultó desconcertante en el desconcierto, la resistencia a detenerse a pensar cómo íbamos a seguir. Había que continuar. Detenerse a pensar, a contemplar el nuevo escenario podía implicar perdernos, perdernos en la pandemia, había que ganarle al coronavirus, que ya había ganado la batalla en los “espacios” de los que fuimos desterrados y entonces le plantamos cara en el tiempo, ahí estaba la oportunidad/esperanza, yo pienso que tal vez la esperanza estribe en detenerse, demorarse en la contemplación, para volver significativo el tiempo, para llenarlo de significados, para no perderlo y hacer que este tiempo dure y cure.

¿Qué deberíamos hacer los docentes en este contexto de crisis? Tal vez transmitir tranquilidad a nuestros estudiantes, asegurarles que van a aprender, que este no será un año perdido, tenemos múltiples formas de hacerlo, variadas herramientas, un sinfín de aplicaciones y plataformas. La tecnología, demonizada a veces, endiosada otras, hoy es la gran facilitadora, sin ella sería impensable el proyecto de seguir educando desde el confinamiento.

Seguir con nuestros cursos, es también una promesa de que esta es una situación pasajera, de que vamos a volver a encontrarnos, en algún momento, no sabemos cuándo y que cuando todo esto pase habremos aprendido muchas cosas, no solamente aprendizajes académicos, sino que habremos aprendido mucho sobre nosotros mismos, y sobre los otros.

Mariana Bustos

Profesora de filosofía de 5to de bachillerato